En la Sala de Emergencias del Centro Pediátrico Menca de Leoni, en San Félix, al sur de Venezuela, estaba acostada Nancy. Llevaba puesta una sonda y, con los pies tan hinchados como los tenía, no podía caminar. La niña, ingresada al hospital por desnutrición severa, estaba tan débil que no podía probar por sí misma el plato de comida revoloteado por moscas que tenía al lado de la cama.
El domingo 19 de noviembre de 2017, el sacerdote Carlos Ruiz envió una foto de ella a varios grupos de WhatsApp. Era una imagen elocuente: mostraba el semblante demacrado y famélico de la pequeña. Thais, quien ya había prestado ayuda a estudiantes detenidos en las protestas antigubernamentales de 2014 y 2017, la vio y, muy conmovida, no dudó en acercarse al hospital el lunes en la mañana.
—Hola, Nancy —la saludó al llegar.
La niña sonrió, como si la conociera de hace mucho tiempo. Recibió la arepa y el vaso de jugo que Thais le entregó. Y fue la primera vez que comió algo después de mucho tiempo.
—Tú vienes mañana, ¿verdad? —le preguntó a Thais, al terminar, sin ocultar el miedo a no volver a probar bocado.
Fue ese el momento en el que comenzó a salvarse. Hay una estadística extraoficial según la cual en ese hospital, durante 2017, murieron al menos 47 niños por desnutrición. Nancy, aunque de apenas 7 años, era como la protagonista de una telenovela a la que le habían sucedido muchas cosas. Demasiadas, quizás.
Y su historia continuaría.
Nancy estaba en el hospital sola, sin ningún familiar. Sus padres estaban separados. La mamá se había ido a extraer oro artesanalmente a las minas que abundan al sur del estado Bolívar; un trabajo que puede generar jugosos ingresos, pero que supone un alto riesgo porque esas zonas mineras están tomadas por mafias y grupos paramilitares. La niña, entonces, quedó al cuidado del papá, en El Callao, un pueblo conocido también por su actividad minera así como por sus memorables carnavales. Pero cuando él falleció de paludismo —enfermedad que en ese estado tiene el mayor registro de casos y muertes de todo el país—, su pareja quedó a cargo de ella, aunque en verdad la abandonó.
La pequeña andaba todo el día en la calle, bebía agua del río y nadie le daba comida. Un día, los vecinos se percataron de que estaba demacrada, demasiado flaca, evidentemente desnutrida, así que la llevaron a una medicatura en El Callao. De allí la trasladaron en una ambulancia hasta Upata, a unas dos horas por carretera, desde donde la llevaron al hospital Dr. Raúl Leoni de Guaiparo, en San Félix, para que fuera atendida en el pediátrico Menca de Leoni, anexo a ese centro médico. En todo ese trayecto, Nancy iba sola: solo la acompañaba el personal de salud que gestionó el traslado. Su familia materna, aunque vive también en San Félix, no sabía nada.
Desde aquella mañana en que la encontró en el hospital, Thais no dejó de interesarse en ella: se enteró de que ya no le funcionaban los riñones, por lo cual le costaba orinar. Tenía problemas respiratorios. Pesaba unos 14 kilos, muy pocos de acuerdo con su edad y su estatura. Y aunque sentía dolores, no se quejaba como los demás niños: apenas lloraba esporádicamente.
“En cualquier momento le da un paro respiratorio —pensaba Thais, al tiempo que elevaba una plegaria—. Señor, en tus manos lo dejo, uno está aquí haciendo todo lo posible, pero eso solo lo decides tú”.
Cada día, Thais le llevaba desayuno, almuerzo y meriendas, siguiendo las recomendaciones de una nutricionista que la asesoró. También le llevó sábanas y ropa limpia. La niña, anémica, requería albúmina humana, proteína que la ayudaría a restituir sus niveles sanguíneos. En el hospital no había, de modo que comenzó a solicitarla en redes sociales hasta que finalmente una fábrica ubicada en Los Teques, estado Miranda, supo del caso y donó tres frascos.
Y entonces Nancy comenzó a mejorar. Sus valores sanguíneos, su respiración, sus riñones, daban muestras de mejoría. Aumentó su masa muscular. Aun así, seguía débil, hinchada y sin fuerza en las piernas. Tendría que quedarse más tiempo en el hospital.
Una mañana, Thais le llevó, como era habitual, su desayuno y la media merienda. La niña se lo comió todo a la vez.
—Hay que llevarla a un psicólogo, porque tiene miedo de no ver más comida —le sugirió una de las doctoras, al ver la conducta de Nancy. Pero poco a poco, sin la necesidad de apoyo terapéutico, fue asimilando que Thais no se iría, que la comida no se acabaría tan pronto como pensaba: todos los días esperaba a que Thais llegara por la mañana a llevarle el desayuno y la merienda; y que regresara en la tarde para darle el almuerzo y la segunda merienda.
Aprendió la rutina.
Mientras cuidaba de Nancy, Thais palpó la mayúscula necesidad que rodeaba a quienes estaban en el hospital. Así fue que se motivó a articular un grupo de voluntarios para recolectar y distribuir donativos allí. Comenzó a llevar comida, medicinas, compotas y pañales para otros niños. Y lo que comenzó como un voluntariado, pronto devino en una organización para canalizar más ayudas. En principio, Thais pensó llamarla “Fundación Nancy inspiración”, pero después decidió nombrarla “Venezuela con nombre de mujer”. Mucha gente comenzó a conocer su trabajo a través de las redes sociales y le mandaban donaciones: medicinas, pañales, leche y compotas llegaban desde muchas partes del país y del mundo. Y ella lo repartía entre los más necesitados.
Continua leyendo la historia de Nancy en La vida de nos.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 17 estados de Venezuela.
